Cuando tenía cinco
años, en el cole (de monjas), nos dijeron que hiciéramos un dibujo para
presentarlo a un concurso... la clase estaba dividida en pequeños grupos de seis mesas colocadas en círculo para propiciar un poco el trabajo en equipo, (¿me
pasas el rojo?... ¿me alcanzas la goma?).
En mi grupo las niñas
comenzaron a dibujar una iglesia, con una regla trazaban líneas perfectas...
cada vez los dibujos se parecían más unos a otros y a mí, no me apetecía
dibujar iglesias y mucho menos con la regla…"que aburrido”- pensé.
La verdad es que ni
siquiera tenía ganas de participar en esa especie de concurso, donde acabaría
siendo el premio (como siempre) para alguna de las hijas de los miembros del
A.M.P.A.
Así que reuní toda mi
mala gana, cogí un montón de lápices de colores al azar y pinté una especie de
prado verde con unos cuadrados y rectángulos, pegados unos a otros, formando
una especie de rosco sobre la hierba...
Cuando llegó el
momento de recogerlos, las monjas fueron felicitando una a una a mis compañeras
que habían hecho iglesias rectas, perfectas e iguales... y cuando llegaron a
mí, con cara de desaprobación me preguntaron: "¿qué es eso?" Y yo sin
tener ni idea, miré el dibujo, me giré hacía ellas y les dije al fin: "Un
robot haciendo volteretas".
Una de las monjas
sonrió, la otra me quitó el dibujo con desdén.
El día que me tropecé con esta ilustración recordé
aquellas iglesias, tan bellas y a la vez… tan falsas.
También recordé lo mucho que me atraían los robots de pequeña, esos con aspecto de hojalata.
Esos con pinta de tener corazón de latón.
*Ilustraciones de Chiara Bautista.