Mi abuelito pronto pasó del rubio al pelo cano. Sus ojos bondadosos eran grises y veían cosas que otros no podían ver. Era un aceitunero de Jaén, aceitunero altivo que diría Miguel Hernández. Orgulloso de serlo.
Después de trabajar, pasaba largas horas en el pequeño
huerto de su casa. A veces cuando huele a tierra mojada me visita su imagen
allí de pie siseando alguna canción, mientras está regando con su sombrerito de
medio lado… era menudo y simpático.
Cuando era niña lo miraba impresionada como si fuera una
especie de mago, pues sabía transformar la realidad. Las personas allí eran las
mismas, pero él hacía que todo fuera diferente.
En una ocasión asomé mi pequeña cabeza por el muro bajo, que
separaba el patio del huerto. Mi abuelo llevaba una especie de mochila en la
espalda, entonces entendí que estaba fumigando. Me encantaba mirarlo cuando no
se daba cuenta… él cesó en ese momento. Una mariposa muy pequeña y blanca estaba revoloteando cerca de él.
Esperó pacientemente a que la mariposita se marchara.
En aquel lugar algunos hombres pegaban a sus perros, otros
lanzaban al río bolsas de deporte llenas de crías de gato. Disparaban
perdigones a los pájaros y mi abuela había matado una liebre atada dándole
bofetadas delante de mí, cuando tenía cuatro años.
Pero mis ojos vieron como él se detuvo. Se detuvo y esperó.
Una mañana mi hermana mayor se despertó llorando, mi hermana
mediana se bajó de la litera y se sentó en su cama. Nos contó que había soñado
que un pajarito pequeño nos estaba picando en la ventana y que el abuelito
había muerto.
Nos abrazamos las tres y recordamos como él ese verano, se
había despedido más triste de nosotras que otros años. Estuvimos así hasta que
sonó el teléfono y escuchamos el llanto de mi madre.