miércoles, 12 de abril de 2017

Los Pies Blancos


La casa estaba oscura, solo se veía una tenue luz anaranjada que entraba de la calle.

De fondo, los ronquidos de la abuela, que descansaba plácidamente en la habitación continúa a la nuestra.

Estábamos solos, los tres.

La familia de mi primo se había quedado en lo de la otra abuela y mi tía, aún no había vuelto de Madrid. Separados por un buen trecho, mi primo en la camita de la izquierda y yo en la de la derecha, podíamos ver ambos desde donde estábamos, la escalera que subía a la camara.

Hablábamos en susurros y nos reíamos de vete a saber qué... quizás de la Trolivia, que esa mañana había estado de más mal humor que nunca.

La Trolivia era una señora muy alta y delgada, que siempre llevaba un moño bien arriba de la cabeza. Esto nos recordaba a la novia de Popeye, Olivia. Pero a la vez, tenía cara de muy enfadada, entrecejo sin depilar, cejas bien frondosas y una ligera joroba.

Por las mañanas, cuando nos cruzábamos con ella camino al caño, nos miraba con cara de asco y murmuraba un sin fin de improperios que no lográbamos entender y seguía con ellos, mientras se alejaba espatarrada con sus calcetines hasta la rodilla. A veces, nos miraba y escupía.  Por todo eso, nos parecía también un Trol.

Mientras seguíamos susurrando miramos hacía las escaleras y nos callamos de golpe.

Vi unas piernas blancas, muy muy pálidas como de las rodillas, hasta los pies.

Me quedé muy quieta, mirando hacia esa dirección. En ese momento mi primo se levantó de un salto de la cama y yo entonces, hice lo mismo. Nos dimos la mano y muy despacio, nos acercamos a la puerta, donde estaba el interruptor de la luz.

Prendimos la luz. Y lo vimos.

Ahí estaba mirándonos, con cara de sorpresa. Era el gato blanco, más bonito que habíamos visto nunca. Tenía un pelaje que parecía nieve brillante.

Nos soltamos de la mano y nos dio por reír muy fuerte...

-¡Que susto! ¡Jajajajaja!

- ¡¿Qué paaaasaaaa??!

-¡Nada abuelita! Un gato que se ha colado por la camara y nos ha asustado.

-¡Veeengaa a dooormiiiir!!

Apagamos la luz y volvimos a la cama.

-Luci, ¿tú que has visto?

-Unas piernas muy pálidas ¿y tú?

-Como unos pies blancos.

-Sí, yo también. Desde aquí solo veía como unos pies muy blancos y luego le seguían unas piernas como hasta la rodilla.

-Luci…

-Dime…

-¿Me cuentas un cuento?

-Bueno…  pero muy bajito…


Unos cinco días después de aquello, estábamos jugando en la calle, como no, a Indiana Jones

Mi primo insistía, que él lo era.

Esta vez íbamos con el inseparable compañero de aventuras de Indi, que era su hermano pequeño, al que dentro del juego le llamábamos Goyo. Era tarde, pues serían ya sobre las once de la noche y estábamos a punto de pasar sobre la gran reja alargada del alcantarillado, jugando a que era un gran puente que teníamos que cruzar para devolver a su lugar, una reliquia, que era una gran piedra que habíamos conseguido en la plazoleta.

La calle estaba bastante a oscuras, pues la farola quedaba un poco lejos de donde nos encontrábamos.

Al otro lado del “puente” había una casita muy pequeñita que llevaba abandonada muchos años. 

Estaba medio en ruinas y se encontraba justo al final de la calle, de la casa de nuestra abuela.

Íbamos a cruzar, cuando vimos un brazo pálido apoyado en la ventana, de esa casa abandonada.

Era claramente una mano seguida de un brazo, hasta el codo. Nos quedamos quietos y Goyo se escondió detrás de mí apretando sus manitas en mi cintura. En esas, que en la calle de al lado, pasó un coche muy despacio, alumbrando gran parte de nuestra calle.


Entonces lo vimos, ahí en la ventana, mirándonos. De nuevo aquel gato blanco, que parecía de nieve brillante.

Nos fuimos a casa con la sensación de haber vivido algo misterioso y mágico. En aquella época, en el pueblo, todo nos parecía un poco así.

Sabíamos que había sido un gato… ¿pero cómo es que habíamos visto los tres, lo mismo?


Aunque tenía otras cosas de las que preocuparme, como la clase de matemáticas que tendría al día siguiente, con el superdotado.




(Continuará...)


martes, 11 de abril de 2017

Indiana Jones

Soy Indiana Jones Luci, espera y verás...


Sus ojillos rasgados y grises eran iguales que los de mi abuelo, al igual que su nombre, su barbilla y su carácter.

Recuerdo que cuando leí por primera vez El Principito, tuve serias dudas de si no habría sido él quien acompañó a Antoine de Saint-Exupéry, aquellos días en el desierto del Sahara.

Yo era tres años y algo, mayor que él y sin embargo, ya quería rescatarme...

Era mi primo hermano, el hijo mayor del superdotado de la familia. Mi tío, el hermano pequeño  de mi madre. Solo pasaban en el pueblo quince días todos los veranos y dividían su tiempo entre la casa de mi abuela y la casa de la familia de su mujer. 

En esos quince días, Indiana Jones aparecía de repente y me quitaba de las manos una de las pesadas garrafas de agua, me cambiaba su bocadillo de chorizo del bueno por el mío de chopped  y se escondía detrás de las puertas con el trapo del polvo en la mano, cada vez que escuchaba pasos acercarse.

Y es que él sabía que además de ser el niño favorito de la casa, ocurriera lo que ocurriera, la bronca acabaría cayendo sobre mí. 

Cuando él tenía dos años y yo aún tenía cinco, salimos corriendo a jugar a la calle, con la mala pata que él se cayó al suelo y se le partió un diente de leche.

Mi abuela sin mediar palabra se acercó a mí y me dio cuatro azotes en el culo. Mi primo dejó de llorar de golpe, mientras me miraba con los ojos muy abiertos.

Ese día se juró, que siempre sería mi Indiana Jones.

Desde entonces me acompañaba a la camara, aunque tenía casi más miedo que yo. Me ayudaba de incógnito en todas mis tareas y me defendía siempre que me llevaba alguna regañina.

A veces me metía una moneda de cien pesetas en el bolsillo y salía corriendo porque sabía que no se la aceptaría, jamás. Y es que a mí me daban una moneda de veinticinco pesetas y a él una de cien, pese a que mi madre enviaba dinero para que me pudieran dar una semanada adecuada, a mi edad.

-Luci si yo aquí no tengo amigos y me voy dentro de nada. No seas tonta y toma, que tu si tienes amigas con las que salir.

Recuerdo que a los nueve años, cuando sentada en el patio esperaba a que mi tía me ayudara con un enredo que me era imposible de peinar, comenzaron a caer al suelo mis largos cabellos oscuros y justo cuando me di cuenta de lo que en verdad estaba sucediendo, él entró y se enfadó muchísimo.  

Ella siempre me había advertido que si después de hacer la comunión, mi madre no me cortaba mi larga trenza, a la mínima que necesitara ayuda, lo haría ella. 

Mientras miraba en el espejo mi horrible pelo trasquilado que ahora me llegaba por las orejas, él apareció...

-Luci no llores más por fa, si estás muy guapa, pareces Lois Lane -eso me hizo sonreír. 

Los quince días pasaban volando y ese día, el día que se marchaba, no podía dejar de llorar.




Pero antes, mucho antes de eso, vimos los pies blancos de la escalera...




(Continuará...)


domingo, 9 de abril de 2017

La Panadería


-¡Luciiiiaaaaa!

-Oh no.

-¡Luciiiiiiiiiiiiiiaaaa!- el segundo siempre era así, con muchas “ies”.

-¿Queeee  abuelitaaa?

-¿Dónde eeestaaaas???

-¡En el huertoooo!- bueno, en lo que quedaba de él, al fallecer mi abuelo, todo se fue al garete.

-¡¿Y qué haces ahiii???! ¡Sube p’ arriba ahora misssmoooo!

Subía cada escalón de piedra que me llevaba del huerto al patio, como un soldadito de plomo.

Después pasaba por la cortina que parecía hecha de macarrones y accedía a la cocina pasando por el salón, donde mi abuela viuda y mi tía soltera de cuarenta y pico años, preparaban sentadas, cada una en una silla de trasero de paja, los avíos para el guiso a las siete de la mañana, aunque no comíamos hasta las tres de la tarde.

-¡Venga a hacer los recados so perezosa! Igual de vaga que su padre…- cogía una cebolla - pues eso Rosita, que le dije que me dolían mucho los dedos de los pies y me dijo que eso sería de…-¿Pero dónde estás ahooora?

-¡Peinándome abuelita!

-¡Venga que se van a acabar las barrillas del sueeeelooo!- como le gustaba alargar las palabras - Y tienes que llenar las seis garrafas de agua en el caño, que luego vendrá tu tío con los niños a comer y ni se te ocurra darle de beber a tus amigas cuando vengan a buscarte, a ellas les das del grifo, ¿me oyes?

-¡Pero abuelita si sale el agua marrón!

-¡Pues que vengan bebías de su casa!

Salía de la cocina con el dinero en el bolsillo, dos garrafas del primer viaje y la bolsa del pan.

-¡Como te entretengas ahora con tus amigas, a la tarde no sales!

-Pero si mis amigas, están todas durmiendo…

-Esta niña Rosita, siempre protestando… yo no sé por qué nos la manda su madre todos los veranos, ¿que no ve que es una carga?

-¡Date prisa que cuando vengas hay que fregar la casa!- esta vez la que gritaba era mi tía.

Salía a la calle con los ojos palpitando. Yo si sabía por qué me mandaba mi madre, tenía diez años y mis hermanas ya se habían ido de casa. Ella trabajaba todo el día, todos los días y no quería que me quedara sola en casa, con él.

Cuando faltaba poco para llegar a la panadería del pueblo, mujeres con calcetines subidos hasta la rodilla y delantales, corrían desesperadas por las calles.

-¡Corre Jacinta! ¡Que se acaban las del suelo!

-A mi ese Pepe, no me encasqueta más las de las latas, porque no me da la gana.

Como si de las rebajas del Corte Inglés se tratara, las mujeres discutían y se empujaban ante las puertas azules, aún cerradas, de la panadería de Pepe.

Las barras “del suelo” se hacían en el suelo del horno y las “de las latas” se hacían en bandejas. Se ve que eran muy escasas y deseadas, las del suelo.

Se abrían las puertas y ahí no había piedad. Yo era la única niña y no iban a jugarse los bocadillos de sus nietos.

El día que no alcanzaba llegar al mostrador a tiempo, me llevaba una buena regañina en casa y un madrugón aún más grande, al día siguiente.

Para cuando ya estaba volviendo de mi último viaje de llenar las garrafas, se me unía por el camino Indiana Jones.

-Como nos vea la abuelita, me va a caer una…

-Que no, trae…



(Continuará...)